Don Nicolás, que así le llaman los
escasos transeúntes que han logrado divisar desde la lejanía su encorvada
silueta, aunque su nombre verdadero sea Nicanor, pero es demasiado difícil de
recordar para la gente desabrida, apenas da importancia a recibir uno u otro
apelativo, vive alejado de cualquier mundo que el hombre haya creado, porque el
ser humano es ruin y malicioso y él no desea relación alguna con semejante
calaña que obnubila sus gozos y ciega sus pensamientos, se aloja en una antigua
alquería cobijada entre los inacabables huertos de naranjos de la zona,
saboreando el olor del azahar y maldiciendo lo que se le antoje, porque es
dueño de sí, pero no esclavo de nadie como los incautos humanos que se agrupan
en sociedad, no disfruta de luz eléctrica alguna que altere su solitaria paz,
sobrepasa ya las ocho décadas de vida y se halla presto a recibir la llegada de
la muerte que nunca ha temido ni siquiera respetado porque aborrece su vida y
la de cualquier semejante, nació en Argentina, concretamente en la Córdoba que
allá se ubica, marchando hacia tierras valencianas antes de cumplir su primer
lustro de existencia, pero él no se siente ni argentino ni español, ni
valenciano, ni tampoco humano, sino un accidente que se subsanará con el fin de
su destartalada vida, se apartó del resto de su especie hace ya más de cuarenta
y dos años, sin que en tan dilatado tiempo haya mantenido ningún diálogo con
persona alguna, de lo que se siente extremadamente satisfecho, se alimenta con
lo que puede que no es mucho pero que le mantiene vivo, sólo echa en falta la
mar que tan cercana a él se encuentra pero que no puede ver porque para llegar
hasta ella se cruzaría con algún individuo y ello sería imperdonable, tiene la
piel amarillenta de tantas naranjas ingeridas durante su voluntaria retirada,
su cuerpo es enjuto y descuidado, arqueado por la espalda, con una acentuada
cojera en su pierna diestra, consecuencia de su antigua relación con los
humanos, su rostro, marcado por las estrías ocasionadas por el paso de los años,
delata la pronunciada edad de aquel anciano que apenas conserva cabello alguno
en su enrojecido cráneo y que tiene verdadera dificultad para ver con nitidez,
viste siempre los mismos harapientos ropajes desde su intencionado retiro,
desprendiendo un insufrible hedor que, paradójicamente, a nadie molesta porque
él único ser que lo percibe es él mismo y nada nota que le provoque desazón
alguna, tolerando con total naturalidad una pestilencia que a cualquier otra
persona le produciría náuseas, jamás sonríe porque no tiene motivo para ello,
ocupa las inacabables horas de su eremita existencia disertando continuamente
con inacabables monólogos al sol y a la luna, que no le escuchan, pero no
pueden huir desde lo alto del cielo hasta que uno turne a la otra en la noche y
el día, también se dedica a la lectura de su único libro, La Metamorfosis, de
Kafka, ejemplar que ha pasado por sus manos cientos y cientos de veces,
adquiriendo un tono tan oscurecido que apenas se puede distinguir qué tiene
escrito, lo que no le preocupa, ya que con sus problemas visuales tampoco
podría leer una página límpida y, además,
se sabe de memoria las poco más de cien planas de la obra, adivinando
cada momento en qué punto se encuentra
sin necesidad de mirar lo que allí hay anotado, sólo con el paso de las
hojas, se siente identificado con el personaje, Gregorio Samsa, dos seres que
han sufrido una brutal transmutación en sus vidas sin recibir clemencia
alguna de los demás, circunstancia que
ya no le importa tras los millares de días que lleva sin relacionarse con
nadie, observa siempre a su alrededor con mirada de centinela que resguarda su
territorio prohibido, aunque sus ojos no aprecien nada más allá de cuatro
palmos, aunque su oído no ha perdido la capacidad sensitiva para poder escuchar
que poseía en sus años mozos, apreciando en esta ocasión el leve susurro de un
cuerpo deslizándose entre los naranjos, lo que le provoca gran zozobra ya que
aquel es su territorio particular y de nadie más que camine erguido y que sea
capaz de hablar, haciendo que grite desaforadamente contra el desconocido
humano que acaba de invadir su intimidad, el cual, al percibir el vozarrón del
anciano sale despavorido de forma atolondrada, tropezando inesperadamente con
don Nicolás, o don Nicanor, o cómo demonios se llame el viejo, que al recibir
el topetazo de aquella persona se da cuenta de que se trata de un niño, un
mocoso que no sobrepasará los diez años de edad y que ha sido el primer hombre
que ha podido ver el octogenario desde su retirada de la mal llamada para él
civilización, agarrando al chaval por el cabello, lo que origina las quejas de
éste, repeliendo la agresión con una patada en la espinilla de don Nicanor y
una refriega entre ambos con todo tipo de golpes hasta que tras aquella
tempestuosa lid se establece una calmada conversación entre los dos fatigados
contendientes, hecho que jamás hubiera creído el viejo que pudiera ocurrir,
dándose cuenta de que está hablando con alguien tras cuarenta y dos años de
retiro, y no siente nada extraño, prestando una inusitada atención a las
palabras del niño que le manifiesta su desmedido afán por conocer a don
Nicolás, el hombre del que todos dicen cosas pero que jamás nadie ha podido ver
de cerca, siendo el , Ángel, el primero en apreciarlo a tan escasa distancia y
poder percibir su voz, situación que agrada al viejo, y no sólo ello sino el
hecho de que el crío tenga como nombre Ángel, como si de un querubín bajado de
los cielos hubiese alterado de modo agradable su continuada soledad, aunque una
cosa le pide al muchacho, que nada le cuente de lo que sucede más allá del
huerto, que no rompa su bendita ignorancia de los acontecimientos ocurridos en
el mundo durante tanto tiempo, a lo cual accede gustosamente el chaval, pero a
cambio de averiguar qué motivo llevó a don Nicolás, o don Nicanor, a ausentarse
del resto de los mortales, no revelándole aquel longevo humano tal petición,
pero prometiéndole que lo hará más adelante si el niño vuelve a visitarle en
otras ocasiones, pero siempre sin compañía y sin revelar a nadie sus
encuentros, lo que sucede al día siguiente y al otro, siempre alrededor de las
seis de la tarde, estableciéndose entre ellos una profundo apego, hasta que al
cabo ya de una semana, el viejo accede por fin a narrar al mozuelo todo aquello
que le sucedió poco antes de adentrarse en aquel campo de naranjos, situándose
exactamente cuarenta y dos años antes en la ciudad en la que ahora reside el
chiquillo, con un Nicanor convertido en un poderoso comerciante que vivía
holgadamente con su tienda de ultramarinos, siendo su principal pasión el
visitar continuamente la mar, casado con Ángela, regentando ambos el negocio,
aunque durante esa época, Nicanor ya sentía una profunda fobia acerca de los
progresos de la humanidad, especialmente de todas las máquinas y artilugios que
para él complican la vida más que arreglarla, por lo que jamás asentía subir en
ningún automóvil, aunque en una ocasión, y por insistencia de Ángela, aceptó
acompañar a unas amistades de ambos en el vehículo de éstos, el cual, al ir a
cruzar un paso a nivel del ferrocarril dejó de funcionar, parándose su motor
sin que el aterrado conductor pudiera volver a ponerlo en marcha, lo que
ocasionó que un tren que circulaba por la vía férrea arrollara al coche,
muriendo tres de los cuatro ocupantes, y el otro, Nicanor, se partiera la
pierna, lo que se tradujo en una cojera de por vida y en su renuncia a
compartir su existencia con ser humano alguno, renegando de todo aquello que
pudiere acontecer en el malévolo mundo que abandonaba, adentrándose en un
huerto de naranjos que le ha servido de cobijo hasta el día de hoy, añorando
solamente sus continuas visitas a la mar de antaño y que prácticamente se han
borrado de su memoria, lo que sobrecoge de gran manera al rapaz, Ángel, el
nuevo querube que sustituye a su añorada Ángela, proponiéndole éste abandonar
su lecho durante la madrugada del día siguiente sin que sus progenitores se
percaten, reuniéndose con don Nicolás, o don Nicanor, para llevarle hasta la
mar y devolverle después a su escondrijo, a lo cual accede el anciano,
esperando durante la noche siguiente con ansia la llegada del niño, lo cual
sucede cerca de las tres y media de la madrugada, cubriéndole el mozo los ojos
al viejo con una venda para que no pueda apreciar nada del exterior, únicamente
la mar, y le acompaña hasta una playa cercana, para que una vez allí le quite
el pañuelo de sus ojos y así don Nicanor vea por fin el ansiado Mediterráneo
que tanto añora, pero cuando sus pupilas quedan libres del trapo, casi nada
ven, ya que a su decaída vista se une la oscuridad de la noche, aunque todo
ello no hace decaer el ánimo del anciano, que utilizando su portentoso oído y
su agudo olfato puede percibir con nitidez el murmullo y la esencia de las
espumantes olas de la mar, permaneciendo allí durante cerca de una hora,
llorando continuamente por una exaltación que parece que nunca le tenga que
abandonar, hasta que al reparar en el transcurso del tiempo, cita a Ángel para
que le devuelva hasta el interior del huerto de manera similar a como le ha
trasladado hacia allí, es decir, con los ojos vendados, por si acaso aquella
depauperada visión pudiera atisbar algo que le llegase a perjudicar, y una vez
allí vuelve a lagrimear rememorando el aroma de la mar, pidiéndole
encarecidamente al chico que no vuelva más, súplica que el niño no comprende,
aunque finalmente accede a ello, no sin antes fundirse en un sentido abrazo con
el viejo, el cual, una vez solo se retira a descansar sollozando
incesantemente, dándose cuenta de que aquella noche va a ser muy particular
para él, no sólo por el hecho de haber contemplado de nuevo las saladas aguas
del Mediterráneo sino también por lo que le va a sobrevenir en breve tiempo,
acaecimiento que espera calmado, reposando en su vetusto lecho, hasta que a las
cinco horas y cinco minutos de la madrugada don Nicanor, o don Nicolás,
abandona este mundo con una muerte serena, ¡conservando hasta la llegada de su
óbito el placentero efluvio y el sosegado rumor que sus sentidos le han robado a la mar!
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