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domingo, 19 de agosto de 2012

Don Nicanor

Don Nicolás, que así le llaman los escasos transeúntes que han logrado divisar desde la lejanía su encorvada silueta, aunque su nombre verdadero sea Nicanor, pero es demasiado difícil de recordar para la gente desabrida, apenas da importancia a recibir uno u otro apelativo, vive alejado de cualquier mundo que el hombre haya creado, porque el ser humano es ruin y malicioso y él no desea relación alguna con semejante calaña que obnubila sus gozos y ciega sus pensamientos, se aloja en una antigua alquería cobijada entre los inacabables huertos de naranjos de la zona, saboreando el olor del azahar y maldiciendo lo que se le antoje, porque es dueño de sí, pero no esclavo de nadie como los incautos humanos que se agrupan en sociedad, no disfruta de luz eléctrica alguna que altere su solitaria paz, sobrepasa ya las ocho décadas de vida y se halla presto a recibir la llegada de la muerte que nunca ha temido ni siquiera respetado porque aborrece su vida y la de cualquier semejante, nació en Argentina, concretamente en la Córdoba que allá se ubica, marchando hacia tierras valencianas antes de cumplir su primer lustro de existencia, pero él no se siente ni argentino ni español, ni valenciano, ni tampoco humano, sino un accidente que se subsanará con el fin de su destartalada vida, se apartó del resto de su especie hace ya más de cuarenta y dos años, sin que en tan dilatado tiempo haya mantenido ningún diálogo con persona alguna, de lo que se siente extremadamente satisfecho, se alimenta con lo que puede que no es mucho pero que le mantiene vivo, sólo echa en falta la mar que tan cercana a él se encuentra pero que no puede ver porque para llegar hasta ella se cruzaría con algún individuo y ello sería imperdonable, tiene la piel amarillenta de tantas naranjas ingeridas durante su voluntaria retirada, su cuerpo es enjuto y descuidado, arqueado por la espalda, con una acentuada cojera en su pierna diestra, consecuencia de su antigua relación con los humanos, su rostro, marcado por las estrías ocasionadas por el paso de los años, delata la pronunciada edad de aquel anciano que apenas conserva cabello alguno en su enrojecido cráneo y que tiene verdadera dificultad para ver con nitidez, viste siempre los mismos harapientos ropajes desde su intencionado retiro, desprendiendo un insufrible hedor que, paradójicamente, a nadie molesta porque él único ser que lo percibe es él mismo y nada nota que le provoque desazón alguna, tolerando con total naturalidad una pestilencia que a cualquier otra persona le produciría náuseas, jamás sonríe porque no tiene motivo para ello, ocupa las inacabables horas de su eremita existencia disertando continuamente con inacabables monólogos al sol y a la luna, que no le escuchan, pero no pueden huir desde lo alto del cielo hasta que uno turne a la otra en la noche y el día, también se dedica a la lectura de su único libro, La Metamorfosis, de Kafka, ejemplar que ha pasado por sus manos cientos y cientos de veces, adquiriendo un tono tan oscurecido que apenas se puede distinguir qué tiene escrito, lo que no le preocupa, ya que con sus problemas visuales tampoco podría leer una página límpida y, además,  se sabe de memoria las poco más de cien planas de la obra, adivinando cada momento en qué punto se encuentra  sin necesidad de mirar lo que allí hay anotado, sólo con el paso de las hojas, se siente identificado con el personaje, Gregorio Samsa, dos seres que han sufrido una brutal transmutación en sus vidas sin recibir clemencia alguna  de los demás, circunstancia que ya no le importa tras los millares de días que lleva sin relacionarse con nadie, observa siempre a su alrededor con mirada de centinela que resguarda su territorio prohibido, aunque sus ojos no aprecien nada más allá de cuatro palmos, aunque su oído no ha perdido la capacidad sensitiva para poder escuchar que poseía en sus años mozos, apreciando en esta ocasión el leve susurro de un cuerpo deslizándose entre los naranjos, lo que le provoca gran zozobra ya que aquel es su territorio particular y de nadie más que camine erguido y que sea capaz de hablar, haciendo que grite desaforadamente contra el desconocido humano que acaba de invadir su intimidad, el cual, al percibir el vozarrón del anciano sale despavorido de forma atolondrada, tropezando inesperadamente con don Nicolás, o don Nicanor, o cómo demonios se llame el viejo, que al recibir el topetazo de aquella persona se da cuenta de que se trata de un niño, un mocoso que no sobrepasará los diez años de edad y que ha sido el primer hombre que ha podido ver el octogenario desde su retirada de la mal llamada para él civilización, agarrando al chaval por el cabello, lo que origina las quejas de éste, repeliendo la agresión con una patada en la espinilla de don Nicanor y una refriega entre ambos con todo tipo de golpes hasta que tras aquella tempestuosa lid se establece una calmada conversación entre los dos fatigados contendientes, hecho que jamás hubiera creído el viejo que pudiera ocurrir, dándose cuenta de que está hablando con alguien tras cuarenta y dos años de retiro, y no siente nada extraño, prestando una inusitada atención a las palabras del niño que le manifiesta su desmedido afán por conocer a don Nicolás, el hombre del que todos dicen cosas pero que jamás nadie ha podido ver de cerca, siendo el , Ángel, el primero en apreciarlo a tan escasa distancia y poder percibir su voz, situación que agrada al viejo, y no sólo ello sino el hecho de que el crío tenga como nombre Ángel, como si de un querubín bajado de los cielos hubiese alterado de modo agradable su continuada soledad, aunque una cosa le pide al muchacho, que nada le cuente de lo que sucede más allá del huerto, que no rompa su bendita ignorancia de los acontecimientos ocurridos en el mundo durante tanto tiempo, a lo cual accede gustosamente el chaval, pero a cambio de averiguar qué motivo llevó a don Nicolás, o don Nicanor, a ausentarse del resto de los mortales, no revelándole aquel longevo humano tal petición, pero prometiéndole que lo hará más adelante si el niño vuelve a visitarle en otras ocasiones, pero siempre sin compañía y sin revelar a nadie sus encuentros, lo que sucede al día siguiente y al otro, siempre alrededor de las seis de la tarde, estableciéndose entre ellos una profundo apego, hasta que al cabo ya de una semana, el viejo accede por fin a narrar al mozuelo todo aquello que le sucedió poco antes de adentrarse en aquel campo de naranjos, situándose exactamente cuarenta y dos años antes en la ciudad en la que ahora reside el chiquillo, con un Nicanor convertido en un poderoso comerciante que vivía holgadamente con su tienda de ultramarinos, siendo su principal pasión el visitar continuamente la mar, casado con Ángela, regentando ambos el negocio, aunque durante esa época, Nicanor ya sentía una profunda fobia acerca de los progresos de la humanidad, especialmente de todas las máquinas y artilugios que para él complican la vida más que arreglarla, por lo que jamás asentía subir en ningún automóvil, aunque en una ocasión, y por insistencia de Ángela, aceptó acompañar a unas amistades de ambos en el vehículo de éstos, el cual, al ir a cruzar un paso a nivel del ferrocarril dejó de funcionar, parándose su motor sin que el aterrado conductor pudiera volver a ponerlo en marcha, lo que ocasionó que un tren que circulaba por la vía férrea arrollara al coche, muriendo tres de los cuatro ocupantes, y el otro, Nicanor, se partiera la pierna, lo que se tradujo en una cojera de por vida y en su renuncia a compartir su existencia con ser humano alguno, renegando de todo aquello que pudiere acontecer en el malévolo mundo que abandonaba, adentrándose en un huerto de naranjos que le ha servido de cobijo hasta el día de hoy, añorando solamente sus continuas visitas a la mar de antaño y que prácticamente se han borrado de su memoria, lo que sobrecoge de gran manera al rapaz, Ángel, el nuevo querube que sustituye a su añorada Ángela, proponiéndole éste abandonar su lecho durante la madrugada del día siguiente sin que sus progenitores se percaten, reuniéndose con don Nicolás, o don Nicanor, para llevarle hasta la mar y devolverle después a su escondrijo, a lo cual accede el anciano, esperando durante la noche siguiente con ansia la llegada del niño, lo cual sucede cerca de las tres y media de la madrugada, cubriéndole el mozo los ojos al viejo con una venda para que no pueda apreciar nada del exterior, únicamente la mar, y le acompaña hasta una playa cercana, para que una vez allí le quite el pañuelo de sus ojos y así don Nicanor vea por fin el ansiado Mediterráneo que tanto añora, pero cuando sus pupilas quedan libres del trapo, casi nada ven, ya que a su decaída vista se une la oscuridad de la noche, aunque todo ello no hace decaer el ánimo del anciano, que utilizando su portentoso oído y su agudo olfato puede percibir con nitidez el murmullo y la esencia de las espumantes olas de la mar, permaneciendo allí durante cerca de una hora, llorando continuamente por una exaltación que parece que nunca le tenga que abandonar, hasta que al reparar en el transcurso del tiempo, cita a Ángel para que le devuelva hasta el interior del huerto de manera similar a como le ha trasladado hacia allí, es decir, con los ojos vendados, por si acaso aquella depauperada visión pudiera atisbar algo que le llegase a perjudicar, y una vez allí vuelve a lagrimear rememorando el aroma de la mar, pidiéndole encarecidamente al chico que no vuelva más, súplica que el niño no comprende, aunque finalmente accede a ello, no sin antes fundirse en un sentido abrazo con el viejo, el cual, una vez solo se retira a descansar sollozando incesantemente, dándose cuenta de que aquella noche va a ser muy particular para él, no sólo por el hecho de haber contemplado de nuevo las saladas aguas del Mediterráneo sino también por lo que le va a sobrevenir en breve tiempo, acaecimiento que espera calmado, reposando en su vetusto lecho, hasta que a las cinco horas y cinco minutos de la madrugada don Nicanor, o don Nicolás, abandona este mundo con una muerte serena, ¡conservando hasta la llegada de su óbito el placentero efluvio y el sosegado rumor que sus sentidos  le han robado a la mar!